Sonando en mi cabeza: Europa (Astrud )
Escribe cuando llegues/ No te lo pienses mucho
O me olvidarás/ Me olvidarás
Le pasa a todo el mundo
Y todos los veranos
Me da lo mismo/ Qué más me da
En un jardín de Luxemburgo/ ya se vio que todo era absurdo
Y según llegamos a Roma/ decidí tomármelo a broma
Un paso al norte/ En Europa
Un pasito hacia el sur/ En Europa
De este a oeste/ En Europa
Empiezo yo y sigues tú/ En Europa
Un paso al norte/ En Europa
Un pasito hacia el sur/ En Europa
De este a oeste/ En Europa
Empiezo yo y sigues tú/ En Europa
Apunta mi correo/ no pierdas mi teléfono
O me olvidarás/ me olvidarás
Y si vuelvo a verte/ Aunque no vuelva a verte
Me da lo mismo/ Qué más me da
Una terraza en Copenhague/ fue testigo de lo que tu sabes
Pero en el centro de Varsovia/ me recordaste que no eres mi novia
Un paso al norte/ En Europa
Un pasito hacia el sur/ En Europa
De este a oeste/ En Europa
Empiezo yo y sigues tú/ En Europa
En Europa/ En Europa/ En Europa/
Piensa en mi/ un paso al norte
Acuérdate de mi/ un pasito hacia el sur
Piensa en mi /de este a oeste
Acuérdate de mi /empiezo yo y sigues tu

El viaje empieza en un Barajas vacío, donde un par de italianos nos acosan para encontrar la puerta de embarque que nosotros mismos somos incapaces de ubicar. Uno de ellos, muy mono él con su bolsa de Lois como único equipaje de mano, no tiene el menor problema en reprender por el desbarajuste del aeropuerto a todo ser humano que encuentra.
Conseguimos llegar al avión y montamos algo apretados con la resignación propia de los pasajeros de los vuelos de bajo coste. Samu ameniza el trayecto hasta Venecia con las historias cruzadas y los giros increíbles de Perdidos, serie que me veo en la obligación de ver en cuanto regrese a España.
La noche en el aeropuerto de Venecia pasa rápidamente escuchando una cuidada selección de aventuras y desventuras de Boys Scauts magníficamente dramatizadas por mi compañero, uno de sus mayores baluartes. El mejor momento en Venecia, la visita a los baños, absolutamente maravillosos.
Los italianos no son el paradigma de la organización, y eso se hace patente cuando coges un bus o un tren. Sin señalización ni indicación alguna tomamos in-extremis el bus para la estación. Y allí, en apenas cuatro minutos y hablando un magnífico italo-inglés nos hacemos con los billetes de tren para dirigimos a Austria.
Los trenes en Austria, además de caros y tremendamente deprimentes, son muy lentos. Durante más de seis horas, y con un par de transbordos de por medio, por la ventanilla del tren no se distinguen más que felices familias austriacas patinando sobre lagos helados, preciosas construcciones tirolesas repetidas hasta a saciedad y nieve, mucha nieve. Un paisaje precioso cuando lo retienes en la retina un par de segundos, pero hastiante con quince horas de viaje a las espaldas y viajando a 40 Km/h.
Austria, además de monótonamente nevado, es un país en el que sus habitantes gustan de ser extremamente prepotentes y gastar maneras pro-nazis en sus actos.
Metro noventa de soldado austriaco baja preocupado de un tren en la vía 2 de la estación de Hoeben. Topa con un par de muchachos de ojos azules, metro ochenta y apariencia aria, y no duda en preguntarles por alguna indicación que nunca conoceremos. Nosotros le miramos absortos sin poder decir nada mientras emite inteligibles sonidos en un tomo desmesuradamente agresivo. Cuando finaliza nos mira con la esperanza de obtener cualquier respuesta diferente a la recibida:
-Sorry, we don´t speak German.
A lo que el soldado contesta con una expresión entre la desilusión y el asco, para acabar con un gesto despreciativo su conversación con falsos arios ibéricos.
Abandonamos Austria, y no sabemos decir si es un alivio el momento en que, en medio de una estación con obsoletas pintadas y carteles soviéticos, construcciones derruídas y hombres vestidos con horrendos uniformes grises, nos piden el pasaporte paran acceder a la antigua Yugoslavia.
En apenas media hora llegamos a Maribor, ciudad de aparente fachada alpina y de climatología nada benevolente. Una joven eslovena nos recoge en la estación para acompañarnos al antiguo seminario desde el que ahora escribo.
Montamos en un viejo Renault con una capa de suciedad que no permite distinguir su color mientras la joven eslovena nos deleita, cigarrillo en mano, con sus aires de grandeza y un dudoso cosmopolismo.
La ciudad está desierta y todo en ella recuerda un reciente pasado de comunismo tomado a gran velocidad por el nuevo orden europeo.
Manolo y Genís son capaces de cantarle a todo lo imaginable, y con este tema me ofrecen un inmejorable comienzo para mi particular aventura europea.